miércoles, 1 de octubre de 2014

Fuego.

 Ambas corrían.

 Se agarraban las manos tan fuerte que dolía, pero no paraban de correr. El final del pueblo, un bosque y el crepúsculo.
Una de ellas era rubia, sus cabellos parecían los mismos rayos del sol, era luz toda ella. Su vestido blanco llamaba la atención entre la maleza oscura, pero el roce de los árboles y el polvo levantado al correr hizo que la pureza de la tela se volviera de color tierra.

 El rugido de los aldeanos furiosos ardía tras ellas como las antorchas que llevaban los primeros. Daba miedo mirar de soslayo y ver como una jauría de ignorantes quería matar a dos jóvenes que no habían hecho nada malo.

 La segunda muchacha, con el pelo azabache como la noche, apretaba la mano de su compañera.
Los corazones les iban a mil, sus cabezas no daban a más...

 —No me sueltes —gritaba la joven de pelo moreno—, No te separes de mi. —cada vez se oía a los perros más cerca.

 La soltó y se separó de ella. La muchacha vio los rubios cabellos ondear mientras su alma gemela corría a su izquierda, cada vez estaba más oscuro, no podía pensar con claridad y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

 La perdió, se hizo de noche, y sin el sol, solo había oscuridad.

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