domingo, 21 de mayo de 2017

El nuevo Elrhir.

A veces las cosas cambian, quizá porque ya se había acabado su tiempo, quién sabe, o quizá sólo por simple necesidad.

Ahora el castillo irradiaba luz, era del color de la arena calentada por el sol en un atardecer de verano, entre dorado y beige, el color negro había desaparecido y esa niebla densa y gris que lo rodeaba siempre ya no estaba, daba paso a una brisa que mezclaba el olor del bosque con el del mar.

Los olores a pino, lavanda y valenwood también estaban presentes por todas partes, haciendo que una primavera eterna reinase en todo el lugar, calmando los corazones y las mentes agitadas.

Risas y susurros alegres corrian con el viento por todo el reino, culpa de elfos y ninfas que se pasaban los días cuidando de la vida del bosque.

Templos aquí y allá hacían acto de presencia. Nuestra reina presentía que cada uno de ellos se ubicaba en un punto cardinal, pero sólo conocía dos, por mucho que tuviera intuición de otros tantos más.

Si bien el antiguo Elrhir era hogar de lobos, el nuevo Elrhir estaba más que plagado de ellos, blancos por la zona de las montañas nevadas que colindaban con Irdhün, grises y pardos en las profundidades del bosque. Todas las noches los aullidos arrullaban a quien durmiera en el castillo, que bien parecía tener la capacidad de absorber todos los sonidos del exterior y convertirlos en una nana.

Sirenia ya no tenía río, ni cascada, tampoco había lago de Cristal... Sin embargo, un gran lago sólo para ella y repleto de preciosos nenufares estaba en alguna parte del bosque, ahora mucho más amplio.
También había un lago a dónde habían ido a parar todos los cristales curativos que brillaban cómo rayos de sol, pero esta vez, más escondido.

La pradera que había delante del castillo era una preciosidad, pues el dorado de las espigas y el violeta de la lavanda se mecían cómo una marea tranquila con el viento.
Detrás de la vivienda de Kenthiray y hacia la derecha, se extendía una preciosa playa de arenas blancas. El castillo estaba a la izquierda de la costa, sobre un acantilado dónde las olas rompían con ímpetu.

Si bien era un nuevo reino, también era una nueva oportunidad, esta vez, todo saldría bien, estaba segura, lo notaba en el aire, se lo susurraban los árboles.

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